Había una vez un rey que tenía un problema: era incapaz de controlar su alegría y su tristeza. Ambas emociones le llevaban a perder el control y a caer en un desequilibrio que luego lamentaba. Cuando estaba contento, lo celebraba de forma desmedida, sin atender a los gastos ocasionados. Fiestas lujosas, ostentosas y muy largas… Y cuando estaba triste, se hundía en una profunda depresión de la que le era muy difícil salir.
El rey, consciente de su gran problema, ordenó repartir este mensaje por todo el reino:
– «Se hace saber, de parte del rey, que se ofrecerá una gran recompensa de mil monedas de oro a quien consiga entregarle un anillo capaz de conseguir el equilibrio en sus emociones».
Inmediatamente, decenas de orfebres, médicos y hechiceros, llegaron al castillo con un prometedor anillo. Eran realmente hermosos: algunos de oro, otros de hermosas piedras preciosas. Anillos con supuestos encantamientos y otros tan brillantes como el sol. Pero ninguno de ellos consiguió lo que el rey tanto anhelaba.
Hasta que un día, un viajero, que llegaba de muy lejos, se postró ante el rey y le dijo:
– Majestad, vengo de un lejano reino donde también llegó su mensaje. Deje que le entregue un anillo que yo he usado durante mucho tiempo. Cada vez que me sentía triste o por lo contrario, eufórico, lo observaba durante unos minutos, y recuperaba la calma. Solo tiene que leer el mensaje inscrito en su interior. Cuando lo necesite, solo cuando lo necesite…
Con estas misteriosas palabras, el monarca tomó el humilde anillo que el viajero le entregaba. Estaba hecho de bronce y un tanto oscuro ya. No parecía tener ningún valor económico. Sin embargo, decidió aceptarlo, a la espera de ponerlo a prueba.
Y ese día no tardó en llegar. Casi por sorpresa, un ejército enemigo invadió el reino y el rey tuvo que huir del castillo. Cabalgó por el bosque, perseguido por algunos guerreros.
Pero el monarca consiguió esconderse y el enemigo no lo encontró. Sin embargo, estaba solo en el bosque, y comenzó a sentirse triste, acabado:
– Ya no tengo nada, y estoy solo… ¿Qué me queda para seguir viviendo?
Su profunda tristeza hizo acordarse del anillo. Entonces, se lo quitó del dedo y leyó la inscripción de la que le habló aquel misterioso viajero. Entonces, sonrió. Al cabo de unos minutos, decidió lo siguiente: ¡Recuperaré mi reino!
Buscó, en un reino amigo, guerreros que quisieran acompañarle. Y, de esta forma, consiguió recuperar lo que le habían quitado.
Eufórico como estaba, preparó una fiesta de agradecimiento. Pero esa misma noche, vio entre los invitados al viajero del anillo.
– También para este momento se utiliza el anillo, majestad- le recordó entonces.
El rey, asintiendo, volvió a leer las tres palabras que estaban inscritas en el anillo: «Esto también pasará». Y al día siguiente, todo volvió a la normalidad.
Este pequeño relato nos enseña que nada es eterno, ni mucho menos, las emociones. Todas ellas tienen un momento de exaltación, pero debemos ser conscientes en todo momento que la vida en realidad es un constante cambio, que todo pasa y vuelve a su equilibrio.
Las emociones son necesarias, pues nos hacen humanos y sobre todo, son las que nos ayudan a avanzar en la vida. Es por ello que debemos aprender a tener una adecuada gestión de las mismas, y de esa manera podamos utilizarlas a favor y no en contra.